Miami mon amour Hernán Vera Alvarez
“¿Cuándo te vas de Miami?” La pregunta sonaba repetida cada vez que llamaba a mis amigos de Buenos Aires desde algún teléfono público de South Beach. Eran los primeros meses del 2000 e Internet como los celulares eran un lujo que pocos se podían dar, y menos un recién llegado sin papeles. Aquella pregunta insidiosa encerraba algunos malos entendidos. El primero era que un veinteañero aprendiz de escritor debía residir en otras ciudades de mayor prestigio artístico, como Barcelona o París, sitios que para varias generaciones en algún momento significaron nuevas ideas. El segundo malentendido confirmaba que la gente de “la cultura” suele ser estúpidamente esnob y mucho más cierta izquierda latinoamericana que sufre complejos de inferioridad.
Rápidamente Miami me reveló una literatura que desmentía los lugares comunes que la maquillaban. La generación del Mariel, sin duda, fue un cross a la mandíbula. A partir de una experiencia colectiva ha dejado testimonios individuales de poetas y narradores iconoclastas, de un compromiso con el lenguaje y el desprecio por la tiranía. Los escritores suicidas Reinaldo Arenas, Guillermo Rosales y Carlos Victoria, que forman una trinidad rabiosa, son los más conocidos y legendarios.
Mucho de la renovación de autores del siglo XXI conserva el espíritu de aquella literatura. Con las novelas Lado B y Varsovia, especialmente, Pedro Medina León (Perú, 1977) describe una realidad alejada de la postal turística. “De la ciudad me atrae su "idioma" y su mundo marginal como consecuencia de la mezcla de culturas”, dice Medina León. “Creo que eso es algo que he buscado plasmar en mis libros. Miami es una ciudad muy marginal, a diferencia de lo que muchos que no la conocen desde adentro puedan pensar”.
Otro autor que alimenta sus creaciones del complejo tramado de la sociedad miamiense es Andrés Hernández Alende (Cuba, 1953). Creó un personaje, el detective privado Fernando Estrada, protagonista de El Ocaso –finalista en el Concurso Internacional de Novela Contacto Latino. Estrada es un cínico que sólo cree en adversos milagros, un hombre que no necesita GPS para transitar por la vida.
“Quería narrar lo que sucede en las calles sórdidas de Miami, y pensé que un detective privado al estilo de Chandler era el personaje ideal para meterse en ese mundo”, confiesa. “No debía ser un policía ni un periodista, que tienen que obedecer reglas, sino alguien que fuera marginal, que operara con pocas limitaciones, regido menos por la ley que por su propio código del honor”.
Hay algo que los autores que vivimos aquí sabemos bien: la ciudad es joven, ya dejó felizmente la adolescencia. Tal vez por esa característica, en Miami todo siempre es novedad. Los locales y los turistas que regresan regularmente se enfrentan con descubrimientos, signos por descifrar. De los escombros –para fortuna del Real estate– se construye belleza. El South Beach profundo, Wynwood y la Pequeña Habana son escenarios de cuentos y novelas, como da testimonio la escritora Anjanette Delgado (Puerto Rico, 1970) en La clarividente de la Calle Ocho.
“Un día, caminando por la zona, me sentí enamorada”, explica. “De nadie en particular. Solo que la gente, los colores, los sonidos se combinaron para hacer que sintiera un amor enorme, intenso y sin foco. Amor por la señora que barría la acera y por el señor vendiendo música pirata. Ese día entendí que allí había un espíritu mágico. Algo especial, unido al alma humana, al Dios de la creación o yo qué sé... Así se me ocurrió basar una novela allí para vivir de nuevo esa sensación”.
Aunque en Miami las distancias sean enormes y el auto un artefacto necesario, hay lugar para el flâneur, ese personaje que deambula por la parte más íntima de una ciudad porque sabe que caminar es otra forma de escribir. Hay autores como Gabriel Goldberg (Argentina, 1965), incluso, que lo hacen mientras corren. En su novela La mala sangre describe ambas actividades.
“Correr y escribir fue mi manera de adueñarme de esta ciudad en la que vivo desde hace trece años”, afirma. “En una época salía con un grabador al que le iba dictando lo que se me iba ocurriendo a medida que las millas pasaban debajo de mis zapatillas. Salgo a trotar a las cuatro de la madrugada, desde la rotonda del Coco Plum, atravesando Coconut Grove, a veces cruzándome con gente de la noche y que todavía no se acostó, para internarme en los parques de Bayshore Drive hasta bordear el mar en camino a Key Biscayne, para pegar la vuelta en Crandon Park y regresar al punto de inicio”.
La lista de escritores que honran con sus historias a la ciudad excede el espacio del artículo. Ahora pienso en Antonio Orlando Rodríguez (Cuba, 1956) y Jaime Bayly (Perú, 1965) –ganadores del Premio Alfaguara y Herralde, respectivamente– y también en Eli Bravo (Venezuela, 1968), Daína Chaviano (Cuba, 1957), José Abreu Felippe (Cuba, 1947), Xalvador García (México, 1982), Carlos Gamez (España, 1969), Camilo Pino (Venezuela, 1970), Naida Saavedra (Venezuela, 1979), Rodolfo Pérez Valero (Cuba, 1947), Mario Diament (Argentina, 1942), Luis de la Paz (Cuba, 1956), Gastón Virkel (Argentina, 1972), Jaime Cabrera González (Colombia, 1957), José Ignacio Valenzuela (Chile, 1972).
Después de tantos años sigo hablando con mis amigos de Buenos Aires. Los teléfonos públicos han quedado relegados a piezas de museo, así que uso Internet o el celular. Ya no me cuestionan cuándo me voy de Miami. Ahora mis amigos preguntan si les puedo hacer un lugar en casa.
Hernán Vera Alvarez, Twitter: @HVeraAlvarez
(ap/ Jorge Majfud)