Historia en dos textos Por Gustavo Esmoris
A veces me sucede, cuando la ciudad se me sube a los hombros, que termino atrapado entre estas paredes, pidiendo una cerveza bien fría. Todo tiene que ver con el doble oficio de escritor y de mortal, con ese dejarse arrastrar sin un destino preciso.
Ciro, el mozo, a quien conozco hace años, es la única figura dispuesta al diálogo. Las demás siluetas que completan el lugar, algún cliente escondido detrás de sus pensamientos, o el hombre tras la caja, sólo son contornos ajenos a este mundo (había más de ellos, pero se ocultaban en la cocina). A través de la ventana tampoco se veía a nadie, hasta que de manera abrupta el paisaje fue invadido por una figura transportando una pesada caja. Justo frente a mí –a causa de la lluvia que volvía una trampa las veredas– el hombre perdió el equilibrio y unos cuantos libros cayeron al piso. Después de incorporarse trabajosamente, enderezó la caja y comenzó a devolver los libros a su lugar. A partir de esa imagen, comencé a construir la historia que había venido a buscar hasta este lugar.
Es un hombre amable pero distante, apunto con disimulo en la pequeña libreta en la que tomo los pedidos de las mesas, un hombre intentando evitar que la noche lo atraviese, refugiándose en ese rincón que invariablemente ocupa. Nos conocemos poco y mal, desde la monotonía de nuestros nombres aprendidos durante años de horas que ya deben formar una muy larga noche, como si hubiéramos sido amigos en otra vida distinta a la de este mundo de mesas y botellas, y apenas nos quedara de ella un leve atisbo. Viene a escribir, con tinta o con alcohol, vaya uno a saberlo, breves notas que hablan de mínimos sucesos que va adornando hasta convencerse de que el mundo pasa entero por sus páginas. Historias de las que he visto, por sobre su hombro, fragmentados detalles que deberá completar y ordenar hasta darles un sentido. Esta vez parece estar sacando apuntes acerca de ese hombre que ha resbalado en la lluvia que se descuelga desde la ventana, junto a una gran caja metálica de la que han caído algunos objetos cuya naturaleza no alcanzo a descifrar en los datos del papel, ni tampoco a través del cristal.
El cuento podría empezar con las palabras “había una vez”, porque cualquiera fuera la forma, la historia sería la de ese hombre caído junto a una pesada caja. Claro que semejante frase podría resultar inconvincente, teniendo en cuenta que el producto final no se parecería en nada a un cuento infantil.
Habría que buscar otra fórmula, una en la cual se dijera que el hombre había salido a caminar, sin un rumbo fijo, como yo mismo lo había hecho esta noche, sólo por el gusto de internarme en la ciudad. Después, en forma casi imperceptible, algo en sus pasos lo iría desviando hacia lugares conocidos. Volviendo al ayer, un oculto silencio dibujaba su vuelta, después de décadas de ausencia, en los rieles de los viejos tranvías emergiendo bajo el quebrado asfalto.
Frente a la gran ventana que da a la avenida, el hombre permanece caído bajo la lluvia, como si estuviera agregando su desolación a la tormenta y ya no le importara levantarse. A su lado, la caja ha volcado parte de su sombra sobre la vereda llena de barro, trozos de oscuridad que como puede va devolviendo a su arca. Tal vez esté borracho, tal vez cansado de vivir, o un poco de ambas cosas. O acaso tenga algo para decir, pero aun así no está dispuesto a pegar contra el vidrio sus manos y su rostro, para gritar hacia el interior del bar aquello que ninguno de nosotros querría oír. Con lentitud, en unos instantes, el hombre se levantará, de todas formas. Flexionará una rodilla en la que el barro se mezclará con un poco de sangre, sobre la pequeña rotura que la caída seguramente provocó en el pantalón. De inmediato apoyará una mano, luego la otra, para enseguida erguirse y terminar de guardar los desperdigados objetos, todavía sin nombre, que ya empiezan a sufrir el efecto del agua y del barro. Al hacerlo, parecerá recriminarse algo, como si intuyera que a partir de ese momento toda su vida quedará reducida a una larga caminata bajo la lluvia, con una incomoda caja de la que no podrá deshacerse, y por cuya causa resulta inevitable resbalarse, de cuando en cuando, en el barro traicionero de una vereda rota.
Aquí se da la primera duda en la construcción narrativa: al no poder definir con precisión su edad, debido a la lluvia y a la oscuridad que lo cubren, no se puede saber si el hombre tiene recuerdos de esos tranvías, o si –por el contrario– sólo ha oído de su existencia. Sea como sea, frente a la realidad de sus pasos atravesando la tarde, horas antes, apenas quedan esos restos, el pulido metal como una osamenta inútil, una ciudadana luz mala que los autos sortean con un indiferente sonido de neumáticos, mientras este hombre que ahora junta unos libros caídos –el hombre de la historia que pretendo escribir– camina, no deja de caminar, de una forma lenta, como si quisiera colocar los pies sobre huellas que no termina de encontrar, en esas viejas calles que alguna vez formaron parte de su vida.
Afuera, continúa la lluvia. Un aguacero persistente, que termina por meterse dentro del cuento. Paralelamente, en ambas historias, el hombre se levanta las solapas del saco. Cada uno en su mundo, deberá caminar bajo esa cortina de agua, a diferentes alturas del trayecto, hacia un futuro que está allí, abandonado contra la noche y el barro, olvidado a dos pasos.
En este instante del relato será necesario recurrir a variadas imágenes: decir, por ejemplo, visión indiscreta de azoteas, protocolo de encuentros y baldíos, trunco túnel de escape a lo perdido, y otras frases semejantes. El personaje podrá llamar por su nombre a la ancha frontera de cemento que viene atravesando desde hace minutos, repetirá ese sonido que le llega del pasado, o sólo terminará comprobando que esa avenida no es, exactamente, aquella que él recuerda.
El escritor ha levantado la vista de su cuaderno, me ha buscado con la mirada, y sin quererlo me ha obligado a guardar mi libreta en un bolsillo. Cuando llevo hasta su mesa otra cerveza he vuelto a ver al hombre todavía arrodillado en la vereda, intentando devolver hacia una caja lo que ahora reconozco como libros. La sensación más probable, cuando finalmente se reincorpore, será de desagrado. Entonces surgirá, con un dejo de culpa, sin que uno lo quiera, sin que se lo plantee con palabras, el deseo de que ese hombre siga su camino. No será admitido en este refugio, de todas formas, cargando toda la lluvia, todo el barro, y esa herrumbrada caja de donde parece desbordarse su tristeza. Destapo la cerveza y apenas dejo la mesa a mis espaldas, vuelvo a abrir mi libreta. Todos somos ese hombre caído, escribo.
Esta misma tarde (lo único concreto, por ahora), el hombre regresa a lugares de los que nunca se fue del todo. Mientras camina hacia allí, piensa que una parte de él se quedó vigilante, en la vereda de la vieja casa donde creció. En este momento del relato, para continuar, sería imprescindible dejar en claro que los motivos deben buscarse en los propios pasos. Es decir, el hombre no conoce la causa por la cual se dirige hacia ese lugar, pero sí tiene claro que sólo completando su camino podrá averiguarlo. Para destacar este aspecto sería bueno agregar alguna frase que indique una cierta correspondencia entre el transcurrir del tiempo y su continuidad circular. Por ejemplo, se podría intentar con algo así: pese al viento de la playa, la ropa flameando en el alambre aún no seca, y un viejo gato –de pendenciera gracia– ya no surca cornisas. Se ha extraviado y no encuentra el camino de vuelta. Nadie lo llamaba por su nombre, nadie lo llama ya, ahora que los baldíos son altos edificios.
Pensando en este hombre solitario que seguramente no conoce los motivos que lo impulsan a escribir, sospecho que en el fondo de esos papeles se esconde una mujer. Podría tratarse de una persona muy importante en su vida, a la que hace años no ve; alguien que el escritor reconoció desde la vereda, cuando vio lo inconfundible de sus ojos apoyándose distraídos en la ventanilla de un ómnibus. Las razones por las cuales va a buscarla a su propia calle, no quedan claras, y aunque intento desplegar sobre el papel una explicación que me acerque al inicio de un cuento, no logro arribar a ninguna teoría que una todas las piezas. Tal vez esté perdidamente enamorado de ella. Pero todo, por ahora, son apuntes, y lo único claro de la hipótesis es que la mujer no lo ama, por más que al golpear su puerta ella lo recibe desnuda. Lo definitivo, lo innegociable, es que esta historia no podrá tener un final que resulte creíble, y a la vez, feliz. La mujer llevará a cabo su plan, el que ahora queda claro. El hombre comprenderá tardíamente, todavía rodeado por la calidez de sus brazos, que ella lo ha seducido sólo por la necesidad de alejarse de él.
–Duermo una vigilia extraña, que me recita despierta –dirá la mujer con una cifrada forma de despedirse, mientras busca refugio en su cuerpo.
Aquí, en este instante del relato, se abren infinitas posibilidades. Descartadas sin ser ni siquiera consideradas, la mayoría de ellas, rescato dos. Posibilidad uno: el protagonista comienza a sostener un dialogo insólito con la mujer. Le dirá, por ejemplo, que está alcanzando zonas oscuras, zonas que vienen del sueño, transformadas en realidades. La segunda posibilidad parece más inconsistente como continuación, pero mucho más ajustada al curso de la historia. En ella el hombre prefiere un silencio afín a los pasos que lo llevaron hasta allí y opta por retirarse cabizbajo, con rumbo a esta geografía de bar donde ya ha tomado dos cervezas. Podría haber una tercera opción a considerar, la cual surgiría de la suma de las dos situaciones anteriores, en el orden enumerado. Es decir, un diálogo de ribetes absurdos al que continúa un silencio realista.
A esta altura del relato, ya con el protagonista arribando a su calle, ante esa proximidad, no se puede continuar dando rodeos en torno a la historia ni especulando sobre el origen de una caja de libros. Deberé ir tras el personaje a una prudencial distancia, para que me lleve hacia los motivos que lo condujeron hasta el lugar. Aquello que resulte retórico, viejas esquinas de baldosas gastadas, por ejemplo, o cualquier otra frase por el estilo, deberá pasar a un segundo plano, o desaparecer. Todo tendrá relación con esa vieja caja (de la cual los lectores podrán enterarse, al igual que me sucede, a medida que los pasos se acerquen a su destino, si es que esta historia desemboca fatalmente en lo previsto). Lo cierto es que las palabras comienzan a cobrar vida propia, y por la punta de ese recuerdo a punto de ser recuperado, me entero (un segundo antes que el protagonista) de que ya nadie parece interesarse acerca de un baúl lleno de libros. Necesariamente, para poder ser contada, la historia deberá volver sobre sí misma.
–Preservar estos libros puede ser el comienzo –decía junto al pozo, todavía no muy hondo, alguno de los personajes que comienzan a agregarse a la escena.
Pese a la gravedad del momento no dejan de pronunciar frases que voy recogiendo en la soledad del bar. El hombre, ahora un niño, escuchaba en silencio, sólo tomaba nota, con tonos, con miradas, con su alegre inocencia, para entender después, en otro tiempo, en otros pasos. Por lógica no desconfiaban de sus siete años. A esa edad una caja enterrada es casi un juego. Con una pala, su abuelo era el garante.
–Con este libro no hay problema –dijeron frente al niño, poniéndolo en sus manos, mientras otros ejemplares seguían bajando a su refugio. –Es sobre ese pintor holandés medio desorejado.
Enseguida, los últimos libros deslizándose apresurados adentro de la caja, un nailon por encima como cálculo optimista, a lo sumo unos meses, el Pueblo vencerá, y paladas de tierra cayendo sobre la tapa. Finalmente la alfombra verde, los panes de césped borrando toda huella delatora, recobrando su natural lugar de lucha (operación rastrillo ingresando en la cuadra, y puerta derribada sobre el sur de la noche, algunos días después).
Aquí sobrevendría, en esta historia que comienza a envolverme, un largo espacio en blanco, o en gris si lo prefieren: el no nos moverán, las muy reputas marchitas militares, la pareja acribillada en plena calle. A lo sumo, fragmentos de resistentes madrugadas matizando los trazos apurados: “Muera la dictadura milicos asesinos yanquis go home viva Fidel”, textos blanqueados con matinal esmero por el rebaño de tropas, en respuesta al desafío de esos muros subversivos, todos sin fe de erratas, pese al apremio que omitió alguna letra.
Una vecina rusa, vendiendo El Popular, sería un buen personaje:
–Nada de aventureros ni foquistas enajenados. La única vanguardia es el Partido, eso está claro –diría ella, a quién quisiera oírla.
Antes de dejarla perderse tras la esquina, el niño de esta historia, junto a sus amigos, le pedirá El Día, sólo para obtener, en nombre del grupo, un buen racimo de insultos en el idioma natal de la mujer.
Más allá de esta calle, devuelto a su presente, el hombre continúa caminando, acompasado al ritmo de los renglones que voy atravesando. Frente al pozo que ahora recuerda nítido, algunos dan aliento y otros cavan.
–No hay peor violencia que el hambre por decreto –dice uno de los personajes, al cual las palabras le agregan, entre palada y palada, una mirada inquieta.
Sospecho que los dos hombres, el escritor que garabatea un cuaderno entre largos tragos de cerveza, y el desconocido que no termina de recoger sombras caídas en el barro, son socios desde una distancia imposible de salvar, infranqueable pese a las miradas que por momentos cruzan. Por lo entrevisto en los apuntes anexos, todo funcionaría de esta forma: el escritor sale a buscar la historia. La historia viene a su encuentro. La historia y el escritor se cruzan a gran velocidad en la mitad del camino, se incrustan entre sí, son lo mismo. Debo transcribirlo en mi libreta para no olvidarlo, porque también a mi manera soy escritor (aunque nadie lo sepa, aunque nadie me lea), y ese es un buen consejo. Esperaré mi hora de salida, y en lugar de irme a dormir buscaré una mesa propicia, cualquiera de ellas, para un alcohol y un texto que hable de estos dos hombres.
Para que esta historia tenga sentido será necesario ponerle más acción, hacer que el hombre llegue a algún sitio, que alcance por fin una calle de barrio, hasta detenerse en una innecesaria cifra, cuatro números negros esmaltados sobre un fondo blanco, haciendo de señal para un puño que prepara una indocumentada tesis sobre la vejez de la madera. El hombre golpeando una puerta, reconocible pero de otro color, sabiendo que vendrán caras extrañas (es lo que tienen en común el tango y las veredas, al final de un trayecto de tres décadas). Al abrirse la puerta, el hombre explica sus razones a los ojos que lo observan.
–Yo viví en la otra casa –dice.
Desde el umbral, bajo una luz, una joven lo mira con dos hijos en brazos, con su historia distinta, con su cierta tristeza. Aquí, podría suceder que la mujer cierre la puerta y el cuento deberá encontrar un tipo de final que compense este imprevisto, un final abierto, difícil de instrumentar; o por el contrario (lo más recomendable) la mujer le franquea el paso al personaje, lo conduce hasta el fondo, enciende una luz, señala una pala, comprende sus heridas.
–Debe ser por aquí– dice el hombre, intentando combatir el silencio que acompaña cada uno de sus pasos.
Cinco, seis, ocho paladas, hasta chocar con la tapa de la caja. Después, simplemente tropieza con la lluvia, frente al bar, y algunos libros ruedan, llenándose de barro.
Cómo llega esta historia a enredarse en las luces de un bar donde un hombre, con una caja demasiado grande para sus brazos, habla desde un café que no le servirán (la casa se reserva el derecho de admisión, dice el desvanecido cartel).
Tal vez la secuencia fue bastante más sencilla de lo que parece: bajo un potente farol, el dibujo de un árbol atraviesa la calle, semeja un sendero para que otras siluetas, igualmente oscuras, se desplacen sin ser vistas. Después de trasponerlo, después de pagar con su derrumbe, el hombre cruza unas puertas antiguas, un gastado piso gris, hasta hundirse en torno a una olvidada mesa, irreal por donde se la mire. Allí empiezo a describir, primero en mi cabeza, con lujo de detalles, todo aquello en lo que en otras circunstancias preferiría no pensar. Debo contárselo al papel para decírmelo a mí mismo. Evitando las palabras, el hombre no ha querido notificarse de esa soledad despojada de aristas, disparada a velocidades imposibles de frenar sólo con buenas intenciones. Por un brevísimo instante todas las miradas, la del escritor, la mía y la del hombre de la caja, se cruzan. Es en ese momento cuando comienza a colocar sobre la mesa algunos libros.
Frente a la ausencia de un pocillo rebosante de ese espejismo oscuro y cálido, capaz de ayudarlo a ocultarse de las miradas, el hombre debería haber improvisado un discurso, y todo habría cerrado a la perfección. Pero no lo hizo.
Entonces me quedo quieto, tan quieto como él, y veo que Ciro hace lo mismo, como siempre sucede cuando alguien encuentra, por fin, una historia.
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