Entre la experiencia y el sentido Por Edmundo Paz Soldán
Conocí al periodista y escritor José Andrés Rojo en la Residencia de Estudiantes en Madrid a fines de los 90. Hablaba en un español muy madrileño, pero, para mi sorpresa, me contó que había nacido en La Paz en 1958 y había vivido en Bolivia hasta los 13 años. No solo eso: también me enteré de que era nieto del general republicano Vicente Rojo, que fue durante mucho tiempo profesor de la Escuela de Comando y Estado Mayor en Cochabamba; mi abuelo alguna vez me había contado que Rojo era el mejor profesor que tuvo en su vida. De José Andrés, en ese primer encuentro, recuerdo su interés porque le contara cosas de Bolivia: ese lado de su identidad jamás se extinguiría.
Rojo, que en 2006 ganó el prestigioso premio Comillas por la biografía Vicente Rojo, retrato de un general, ha publicado hace poco su primera novela, Camino a Trinidad (Pretextos, 2016; Plural, 2017). No sorprende que este relato evocativo y melancólico, escrito con una prosa firme y llena de textura, esté ambientado en Bolivia y se encuentre a medio camino entre la ficción y la memoria; de hecho, la novela toma la forma de una suerte de memoria, en la que el narrador recuerda —y a veces también le cuesta recordar— ciertos acontecimientos fundamentales de su vida conectados con el país en el que nació: el regreso a la Bolivia de Banzer en los últimos años de la dictadura para iniciar un viaje a Trinidad por río (proyecto tan revolucionario como ingenuo) y otro regreso, 30 años después, para intentar entender qué había pasado con aquel adolescente que alguna vez fue el narrador, y con esos amigos que compartieron sus sueños inspirados por el Che y la guerrilla de Teoponte: “Nos deslizábamos escuchando el monocorde ruido del motor y mirando siempre esa línea recta de la maleza y luego el cielo y, seguramente, teníamos la íntima convicción de que el puerto de Trinidad nos estaba esperando la revolución. Nos íbamos a subir en ella para liquidar el viejo orden: un día una nueva aurora nos anunciaría el prodigio”. En Rojo, el desplazamiento geográfico —los regresos a Bolivia, el viaje en río que evoca algunas páginas de La casa verde y otros de Corazón de tinieblas— es también un desplazamiento temporal: se está viajando siempre al pasado para entender el presente.
A ratos el impulso por recordarlo todo le gana al narrador, sobre todo para bien, como cuando sus palabras convocan al gran personaje que es el tío Pepe —un abogado que se dedica al periodismo, lee todo lo que cae en sus manos y discute de alta geopolítica con diplomáticos—, pero entra también un capítulo dedicado a la abuela peruana, llegada a Bolivia después de la guerra del Pacífico y la toma de Tacna por los chilenos: es el capítulo más costumbrista, quizás el menos necesario para los ritmos internos de la narrativa, pues hace que se pierda un poco de tensión. Pero esos son detalles menores: el gran logro de Camino a Trinidad es que la misma forma del relato remite a la forma que toma la memoria, que avanza a saltos, que es fragmentaria, que no se acuerda bien de todo: “Conforme pasaba el tiempo, lo que había sucedido cuando viajé con Nicolás por el río camino a Trinidad ya empezaba a borrarse, si es que no se había borrado del todo, y me estaba dando cuenta de que ya le ponía a la memoria elementos ficticios”.
El narrador quiere reconstruir su historia, e incluso se obsesiona con contarnos de esas lecturas de adolescente que lo marcaron en el viaje en río —desde Los condenados de la tierra, de Fanon, hasta el Así habló Zaratustra de Nietzsche—, pero lo que enseña la novela al fin es que nuestro aprendizaje sentimental es más bien deshilachado, un mensaje secreto que tarda mucho en revelarse, si es que se revela. “Tuvimos la experiencia pero no captamos el significado / Y el acercamiento al significado restaura la experiencia”, escribió T. S. Eliot en Cuatro cuartetos. Estos versos identifican muy bien el lúcido proyecto de José Andrés Rojo en Camino a Trinidad.