Enzo Javier Couto
De alguna manera todo tiene que empezar así, ya un poco antes, cansados de ruta y expectativa, sólo tres horas según el GPS pero Bison Futé —dios indiscutible del tránsito francés— ha clasificado ese sábado de jornada negra y entonces un embotellamiento sigue al otro, y Marcela y Clément, poco acostumbrados a tanto ahogo, apenas pueden se refugian en las estaciones de autopista a tomar café y quejarse sin palabras por comenzar así las vacaciones de verano. Las pausas son breves. Marcela no soporta dejar mucho tiempo a Lunita sola en el auto, donde la pobre, tiesa y encogida en su pelaje blanco, lanza de a ratos un maullido indeciso desde su caja transportadora. La muchacha introduce los dedos por entre la reja superior para acariciarla. Ya está, murmura, ya llegamos, Nita, ya pronto. Canturrea una canción de cuna y alarga la caricia con un vaivén suave mientras Clément, incapaz de entender lo que canta su mujer en ese idioma lejano y de vocales largas, continúa al volante en silencio. La voz de Marcela termina siempre por quebrarse y Clément, en vez de preguntar o intentar un consuelo que anticipa inútil, prefiere hablar de su familia en Biarritz —su madre les ha enviado saludos— y de la tranquilidad que traerán dos semanas de camping.
—Saludos y que pasemos a visitarla pronto —insiste Clément—. Un gesto conciliador. ¿No crees?
Se veranea como se puede, piensa Marcela mientras mira el reloj y sintoniza de nuevo la estación de radio que informa sobre el tráfico. El interior del auto huele a lavanda, Lunita se mueve ahora y suspira, son cosas que ayudan a seguir adelante, se dice casi convencida. Opina que su suegra puede reventar en Biarritz pero prefiere comentarle a Clément que ojalá la vista al lago valga la pena. Hubiera preferido un balneario que le recordase las costas uruguayas de Rocha, pero la zona del Morvan no quedaba lejos de París, podían hacer el trayecto en auto, llevar todo el equipaje de Lunita, y las temperaturas parecían aceptables. Las noches, había dicho Marcela con nostalgia, parecen ser tan frescas como las noches de verano en Rocha. Por lo demás, le parecía bien variar de seis años de vacaciones en Biarritz, seis veranos con la familia de Clément pegada a los tobillos o bajo las sábanas, con Christine controlando que su hijo único estuviese en buenas manos. Además ahora sería peor, se dice con fastidio —la larga hilera de autos delante se pierde en la autopista y la recepción del camping va a cerrar—, mucho peor. Las preguntas, los silencios, soportar las miradas de tristeza o condena llenando las conversaciones de sombra, cenizas y escenas de hospital.
Registro en recepción sin problemas pese al retraso. La encargada del camping, Sophie, mujer joven avejentada sin edad calculable pero de seguro en la treintena, les explica lacónicamente las reglas. Algo incómoda porque Clément no le quita la mirada de encima, habla mientras fuma, intentando disimular la ropa multicolor que le da un aire de pavo real sacudido por el viento. Nada de ruido después de las diez de la noche. Prohibido encender la barbacoa en la terraza del chalet. Internet sólo en la recepción. Reciclamos la basura, aquí no llega el servicio municipal —les extiende un folleto con el reglamento del camping. Si les interesa, la panadería del pueblo me abastece cada mañana. Hay que pedir el día anterior aquí mismo. Cualquier problema, me contactan. Duermo en la cabaña que está allí —el brazo flaquísimo de sospechosa junkie señala un punto más allá del ventanal—, al lado de la tranquera de entrada.
Los chalets son cinco, con cierto encanto impersonal, idénticos y alineados a pocos metros del gran lago en forma de herradura. Desde el auto divisan la amplia terraza cubierta, de cara al lago, donde una gran mesa oscura y seis sillas fueron emplazadas con esmero. En madera pulida y techo a dos aguas con teja árabe, todos evocan vientos y no deja de ser curioso que Marcela, mientras baja del auto cargando la caja de Lunita, piense en el Pampero, porque todo aquello está tan lejos, tan al sur, el otro sur, no el Mediterráneo; aquí los nombres evocan un aire diferente, aquí se llaman Alizé, Zéphyr, Sirocco, tantas formas de nombrar la distancia y la ausencia.
Les ha tocado el chalet Mistral. Clément intenta un chiste sobre Avignon y la sopa al pistou que Marcela no alcanza a entender porque de esa sopa ni noticias, pero ríe tenuemente, tal vez para acompañar la risa de Clément, que ya se apropió de la cocina y ordena con paciencia las provisiones en las alacenas. Marcela instala a Lunita en la que será su habitación, enchufa el difusor de feromonas para que la transición no sea tan violenta. Curiosa forma de hacer un duelo, piensa Clément mientras la observa discretamente, y sin querer recordar demasiado se decide a colocar la barbacoa al lado del gran roble que provee de sombra al chalet durante el día. Marcela ha exigido un buen entrecot con ensalada para esa primera noche. Clément, que ya no soporta las historias sobre la calidad de la carne en Uruguay, se levantó excepcionalmente temprano ese sábado para ir a la mejor carnicería del barrio.
Son casi las ocho de la tarde y el cielo opalino continúa iluminado. Grupos de pescadores, en su mayoría niños y muchachos, están apostados pacientemente a lo largo del lago. Desde el chalet se tiene una vista generosa y Clément, en la cocina, mientras prepara todo para la primera barbacoa mira con desinterés el ir y venir de cañas, la emoción inesperada de algún niño, el gesto mecánico de un hombre mayor que, pese a la hora tardía, insiste en cebar la zona de pesca con proyectiles misteriosos.
—Y ahora la vas a devolver al agua. ¿Verdad? Porque ya casi no respira.
La voz de Marcela viene de la terraza, donde prepara la mesa. Clément levanta la vista lo más posible pero no logra ver a nadie, vuelve al condimentado de los churrascos.
—¿Con quién hablabas? —pregunta al salir con la tabla de picar cubierta de carne y verduras.
—Con Enzo. —Marcela responde distraída, estudia a unos muchachos que, según gritan eufóricos, han pescado una tenca enorme como la luna—. Vino a mostrarme una perca sol pequeñita, pobre, apenas nacida. Dice que la pescó con las manos. —Marcela sonríe—. Allá va, el rubiecito, ¿lo ves?
Clément sigue con la mirada la línea del agua que se pierde tras unos pinos. Se detiene en las dos plataformas de pesca verdes por si el niño se ha agachado. No ve a nadie. Se ha ido, piensa, y se prepara para cargar de carbón la barbacoa.
Tres días ya, tiempo suficiente para apropiarse de las costumbres del camping. Conocen la hora exacta en que un grupo de castores surge desde el dique que señala el límite del camping y atraviesa el lago como una lenta constelación. Los castores siempre desaparecen al doblar en el codo de la herradura, más allá de las carpas del campamento de scouts, a unos cien metros. Ya no los sorprenden los graznidos de los patos, o las pocas garzas y aguiluchos que sobrevuelan cada atardecer el camping. Con algo parecido al entusiasmo los han seguido con los binoculares, comentando sus plumajes. Más de una vez se han reído de Lunita en la terraza, miedosa, cazando hormigas gigantes y entrando espantada al chalet ante el menor ruido. Siguen sin hacer el amor y Clément, que apenas si se atreve a manifestarse, ha perdido ya la cuenta de los meses de abstinencia.
Ayer de noche una decena de niños holandeses se instalaron a pescar a pocos metros de la terraza mientras cenaban. Marcela lo aceptó mansamente pero Clément, luego de veinte minutos de tolerancia, consideró que el griterío era demasiado para esa hora. Bastaron unas pocas palabras en la recepción. De inmediato la encargada del camping llegó en el quad y con su voz aguardentosa les explicó a los niños que el lago era realmente grande y no tenían por qué instalarse a pescar allí. Clément observaba absorto las calzas leopardo de Sophie, el cigarrillo colgando de la boca húmeda. La mujer sabía convencer.
Pero hoy al mediodía los niños de nuevo ahí, un ejército de voluntades inquietas, cañas, gritos. Hace más de una hora que Marcela y Clément terminaron de comer. Sobre una poltrona desde la que vigila a Lunita, Marcela toma sol mientras escucha música uruguaya con auriculares. El francés, a la sombra, va por el tercer vaso de Sainte-Croix-du-Mont. Nada mal para un vino blanco aunque un poco dulzón, piensa, intentando no perder el hilo de la novela. Dos niños comienzan a pelearse, parecen no estar de acuerdo sobre cómo encarnar con asticot y primero es algo que debe de ser un insulto en holandés, luego una respuesta, un primer golpe y el ejército de angelitos que se acerca a la barbacoa humeante. Clément ya se levantó y en un inglés bastante precario les ordena que vayan a pelearse a otro lado. Los niños comienzan por reír, tímidos, responden que están jugando, que eso no es pelearse, encogimiento de hombros, sonrisas forzadas, mientras Clément insiste y las risas y miradas de los niños van cayendo una a una al césped, sobre las rocas, al agua fría y opaca, ese hombre debe de estar loco para hablarles así. Miran a Marcela, que se ha quitado los auriculares pero los evita. Se van.
—No tenías ninguna razón de echarlos —dice ella—. El lago es de todos.
—¿Vas a defender a esos bárbaros imberbes?
—Enzo tiene razón. No te gustan los niños.
—¡Mira, la culpa no es mía! —Desde las plataformas de pesca, los niños holandeses y dos pescadores se dan vuelta al oír a Clément—. El duelo me pertenece por igual, mierda. Y si mi madre dijo lo que dijo es asunto de ella. No pienso arruinar mis vacaciones hablando otra vez de todo eso.
Borracho y rabioso porque eso nunca le sucedería en su Biarritz natal, Clément vuelve al chalet y se refugia en la cama alta del cuarto pequeño. Sube torpemente la breve escalera de la cucheta, murmurando que no fue culpa de nadie ante la mirada atenta de Lunita. Y qué carajo puede importarle la opinión de un niño desconocido después de todo. La gata baja la cabeza blanca, se enrosca en sí misma, y ovillada vuelve a dormirse en la cama inferior.
Setenta kilómetros hasta el Decathlon de Nevers, tiempo de tregua, de ganas de aprender a pescar. Vuelven con kits de pesca al coup, sillas plegables, cebo, una sacadera y un par de cajas de asticots. Ante la menor duda recurren al smartphone, que les asegura conexión a Internet. Marcela siente asco ante los asticots blancos, inquietos en la caja de aserrín. Clément encarna por los dos sin protestar. Han de parecer profesionales porque del chalet contiguo vienen a preguntarles cómo se instala el carrete de la caña a la inglesa. Poco convencidos, los vecinos traen un kit de Decathlon en las manos, que lo muestran como el cadáver de un ser remoto. Impregnados de una actitud casi religiosa, sus hijos siguen la conversación en silencio. Marcela y Clément no tienen la menor idea de cómo instalar el carrete, acaban de enterarse de que hay que medir el fondo del lago para ajustar el flotador de la línea, así que ya ven, son también principiantes. Desde dentro del chalet, detrás del gran ventanal, Lunita sigue sus movimientos atentamente.
—Mira, Clément, es aquel rubiecito en la canoa roja. El del pelo bien corto. Tiene los ojos verdes pero eso no lo verás desde aquí.
A esa distancia, imposible para Clément, que ha dejado los lentes en el chalet. Entrecierra los ojos, percibe la canoa, ve cuatro manchas a bordo, tal vez haya un niño rubio. Pese a que ve trepidar la boya de su línea, Clément descansa la caña en el apoyo y corre a buscar los binoculares al chalet. Cuando desde la terraza intenta enfocar a Enzo ya es tarde, la canoa ha dado la vuelta al codo de la herradura y está del otro lado, tras la vegetación y los graznidos que a esa hora crepuscular comienzan a levantarse como un toque de queda. La próxima, tal vez, se consuela Clément, notando que su boya se ha hundido por completo.
Ha llovido torrencialmente todo el sábado. Día de cambio en los chalets. La pareja discreta y alegre de la izquierda fue reemplazada por una familia que no se habla. Una de las muchachas, sin duda la hija menor, se pasea por el camping, en plena lluvia, con tacos aguja. El chalet de la derecha, que estaba vacío, fue invadido por una tribu que grita todo el tiempo. Como una puñalada se oye de vez en cuando la risa nerviosa de una señora mayor y Clément se ha imaginado yendo hasta ahí a estrangularla con furia, sin que le desagrade la idea.
A los pies del ventanal el francés observa a un muchacho que nada despreocupado en medio de la tormenta. Un amigo lo espera en la orilla. Por algún motivo toca una tuba sentado en una roca. Tiene el torso desnudo, un sombrero de campaña negro, sopla tristemente las notas de Kumbayá y el mismo viento que hace temblar las sillas en la terraza recoge la melodía de la tuba y la devuelve a todo el campamento. Llueve en diagonal —se lamenta Clément, que tras una hora de observación atenta no ha logrado ver a Enzo— imposible aprovechar la mesa de la terraza. Lunita juega con una mosca atontada contra el ventanal. La mosca zumba sin fuerza mientras la gata la observa de cerca y le planta una pata encima, como si tanteara algo. De inmediato, con más inocencia que crueldad, se la come.
Son las cinco de la tarde y Marcela no ha salido del dormitorio en todo el día. Llora en la cama, escucha murgas uruguayas desde hace más de tres horas. Ha rechazado sin violencia cada proposición de Clément, que ahora la oye resignado desde la cocina. Difícil a veces entender las costumbres latinoamericanas de Marcela, aislada, como atrincherada en ella misma, y por qué insiste en escuchar aquella música de circo triste. Incluso ha rechazado su propuesta de ir a buscar a Enzo para que venga a conversar con ella, para que venga a contarle historias increíbles sobre siluros pescados con las manos tras una lucha feroz en el agua, o sobre cómo es capaz de subirse de un salto a la copa de los pinos cuando nadie lo ve.
Ahora es de noche. Lunita duerme a los pies de la cama. Trizando el silencio opresivo del campamento, la voz de Marcela avanza como una oruga. Le habla a Clément sin mirarlo, va acumulando gestos como ceniza lenta en una explicación del dolor que el francés rechaza porque ante lo inevitable él prefirió aumentar las horas de trabajo y mirar hacia adelante, si es que ese adelante era el futuro, y qué importaba en ese momento, lo crucial era olvidar, pasar a otra cosa, adoptar a Lunita porque esos desplazamientos siempre funcionan, pero lo mismo Marcela decidió volverse a Uruguay, tres meses de familia, de vaivenes, no, Chela, ese franchute no te entiende, es muy frío, tenés que darte cuenta de una buena vez. Y ahora Marcela lo toma de la mano, tal vez por primera vez lo mira, duele, Clément, haber estado lejos de los míos en ese momento, que tu madre todavía insinúe que es mi culpa, que tendría que haber tomado la licencia maternal antes, que debería haber comenzado los ejercicios a tiempo, que de seguro fumaba a escondidas. Clément siente la mano tibia de Marcela, busca algo que responder pero no sabe qué decir, su madre ha enviado saludos, les pide que vayan a visitarla, un gesto conciliador, acaso la solución sea el silencio, dejar que Marcela siga hablando en eso que le parece en el fondo inútil, una sucesión de manotones que se enredan en el recuerdo, la madeja sin principio ni fin, Marcela.
Al teléfono la mujer, una secretaria, lo ayuda con un trámite sin sentido, le dice que la carta no llegó porque la dirección era incorrecta. Sin querer comprender demasiado, Clément le ruega que se la haga llegar pronto. La voz de la mujer es agradable, su amabilidad va en aumento, sí, señor, un error como cualquiera, no se haga problema, y de golpe está en la misma habitación que él, le muestra el smartphone por el que habla, Clément lo mira y ve absurdamente la carta en la pantalla, ella lo calma, ya se la enviaré, no se preocupe, Clément se acerca para agradecerle, la besa con lujuria, se despierta violentamente.
Lunita se ha recostado en la almohada, el cuerpo blanco apoyado en la cabeza de Marcela, que respira profundamente. Clément mira el reloj, piensa que la recepción debe de haber abierto, decide ir a buscar la baguette y los croissants. Al pasar por la zona de los baños cruza a una mujer que va y viene, agitada, parece haber algún problema con los sanitarios. De seguro a causa de la tormenta, piensa Clément apagando un bostezo con el dorso de la mano.
—¿Entonces no conoce a Enzo?
La mirada de Sophie le sirve como respuesta.
—Con tanto niño —se defiende la recepcionista—. ¿Es uno de los holandeses?
—No creo —duda Clément—, salvo que hable francés.
O español o inglés, piensa ahora con curiosidad porque nunca le preguntó a Marcela en qué idioma habla con Enzo.
—Mire —dice Sophie—, mientras no se ahogue un niño.
Clément pregunta si alguna vez sucedió. Sophie hace un gesto ambiguo, fugaz, enciende un cigarrillo sin preguntarle si le molesta. De inmediato le entrega el pan y los croissants en una bolsa de papel, procede a cobrarle. Viste enteramente de violeta.
En el camino de vuelta al chalet, Clément decide no preguntarle a Marcela por Enzo. El doctor había dicho muerte súbita, no tenía otra explicación y parecía genuinamente triste. Llevaba un anillo de matrimonio en la mano derecha. El bebé no había pasado el tercer día de vida. El resto es confuso, imágenes disconexas, un largo corredor en un hospital, un cajón blanco pequeño, era un sábado de fines de otoño, garuaba, la familia, unos amigos, el vacío, Marcela como en un pozo sin palabras, el aturdimiento del trabajo, la llegada de Lunita, los vaivenes de Marcela que terminaba regresando de Uruguay a Francia más por la gata que por él, según le parecía últimamente.
Viven un poco así, a destiempo, Clément con el insomnio de siempre y Marcela que por más que lo intente no consigue dormir una siesta. Son las ocho de la mañana, no le llevará mucho tiempo recolectar piñas y ramas para ayudar a encender el fuego al mediodía, porque el asado con carbón le sigue pareciendo absurdo, en Uruguay es a pura leña y a ella le encanta oírla crepitar al costado de la parrilla, un tronco atrás del otro y algo de diario y apenas se acerca a la orilla del lago percibe unos bultos pequeños que se mueven en un pozo en la arena.
—Pobres bagres —dice agachándose, indignada por una crueldad que le resulta gratuita—. Boqueando, pobrecitos.
Son doce, como duros y secos, sucios de arena, parecen muertos o esperando la muerte aunque a veces se oye algo como un chasquido y alguno da un coletazo desesperado. Marcela los va devolviendo uno a uno al lago. Milagrosamente, pese a haber pasado la noche fuera del agua, los peces siguen vivos, desaparecen lentamente en el fondo turbio, salvo dos que ya flotan vientre arriba entre los restos de vegetación cercanos a la orilla.
—Los pescadores los matan porque son dañinos —dice Enzo—. En Francia está prohibido devolver los peces gato al agua.
—Me da igual —responde Marcela, que acepta con gusto la piña que le ofrece Enzo—. Es innoble dejarlos morir así.
—¿Quieres que reviva a esos que están muertos?
Marcela lo mira fijamente, esas manos pequeñas que se ofrecen amplias como las de un curandero, le acaricia la cabeza rubia, jugando, le dice que no hace falta y se echa a reír. Quisiera abrazarlo pero sus padres podrían verla, tomarlo a mal. Está decidida, en los tres días que restan hará una ronda todas las mañanas para buscar bagres moribundos a lo largo del lago. Ahora se sienta a escuchar a Enzo. El niño le explica cómo tiene que hacer para comunicar con Lunita y que la gata haga todo lo que ella quiere.
—Así no estás tan triste —dice.
—¿Por qué triste?
Enzo la mira, con el índice de la mano derecha se cubre la boca en una expresión universal y apenas Marcela ha hecho silencio le explica, a grandes gestos, que tiene que mirar fijo a la gata, pero fijo en serio, y pensar con mucha, mucha fuerza, y cerrar los ojos y pedir y pedir y pedir…
Última noche. Todo está empacado. En el chalet queda lo mínimo para preparar el desayuno y volver al cemento, a los once millones de habitantes. Al cemento y al trabajo, se repite Clément en el salón, vagamente aliviado. Marcela duerme desde hace horas. Lunita se acerca hacia el ventanal y apenas ve su reflejo comienza a avanzar de costado, encrespada, una bola blanca con manchas pelirrojas disparada contra el enemigo que se disuelve a pocos centímetros del vidrio y entonces es la confusión y la risa que Clément logra apagar para no despertar a Marcela. Tras mirar la hora decide ir hasta el borde del lago.
Hay luna llena, de a ratos se oye un pez saltar en el agua increíblemente calma y el chapoteo breve reverbera en el lago unos segundos. Clément observa en todas direcciones, preguntándose si Enzo no aparecerá para hablarle a él también, para contarle cómo domina a las aves con la mente o qué debe hacer con Marcela, cómo explicarle que la madre es aprensiva pero la intención es buena, cómo, Enzo, cómo, qué hacer con Marcela. Las opciones no son demasiadas pero se siente un cretino, abandonarla en un momento así, son cosas que no se hacen. Además después de lo sucedido Marcela dejó el trabajo y así sigue, no puede dejarla en este momento, no pasó ni un año todavía.
Hacia una de las patas de ese lago en herradura, como viniendo del otro lado del breve dique, se ve la neblina que flota apenas por encima del agua. Se mueve lentamente y el reflejo de la luna la ilumina sin misterio. Hace frío. Clément mira hacia el campamento de scouts, Marcela le ha dicho que Enzo acampa cerca de ellos, en diagonal hacia la recepción. Le da pena irse sin haber conocido al niño que cuenta maravillas. No ve a nadie. En el chalet, Lunita, pegada al ventanal, vigila cada uno de sus movimientos. Tiene que entrar, dormirse de una buena vez, al otro día lo aguardan de nuevo los bocinazos impacientes, el asfalto hirviendo, los miles de autos mordiéndose los talones sin tregua.
Sophie les ha dicho que los espera el próximo verano, que tengan un buen retorno. Apenas pasada la tranquera que da acceso al camping, cuando Clément se apronta a tomar la ruta principal, Marcela le pide que se detenga. Lunita maúlla cuando siente abrirse la puerta del auto. Por el espejo retrovisor Clément ve a Marcela correr hacia la zona de los chalets, viva como un viento. El día anterior, de madrugada, al volver del lago al chalet se quedó un largo rato a los pies de la cama observándola dormir, imaginando su infancia en Uruguay, su familia, a la que apenas ha frecuentado, la cadena de casualidades que la llevaron a Francia. Sabe que no puede dejarla, que sería un cretino. Esas cosas no se hacen, piensa Clément ahora, mientras programa en el GPS la ruta de regreso. Ya volveremos a casa, al trabajo, todo entrará en su cauce de nuevo. Luego levanta la vista hacia el espejo retrovisor y se queda pensativo, mientras ve la imagen de Marcela que corre hacia el borde del lago, abriendo los brazos plenamente al niño rubio que la espera, él también, con los brazos extendidos.