No las hagas reír Melanie Márquez Adams
(Cuento)
Me despiertan pellizcándome las mejillas. Las diminutas manos se sienten como una armada de mosquitos que arremete contra mí con toda su furia. He aprendido a controlar mis reacciones. En una ocasión, cuando todavía no estaba acostumbrada a ellas, no medí mi fuerza al agitar las manos y pasó algo terrible. El eco de los chillidos de aquel día todavía me persigue y sé que no han acabado de perdonarme.
La insoportable balada de zumbidos, termina de levantarme. Tienen hambre. Salgo al jardín en busca de provisiones. Me apresuro a moler algunos pétalos para mezclarlos con diminutas semillas. Así comienza mi día, cada día, todos los días.
Se esconden en la alacena, en los armarios y hasta en mis zapatos. Pendiente de su presencia todo el tiempo, añoro aquellos días en los que eran solamente dos. De eso ya hace bastante. La última vez que las conté eran más de cien.
Aunque tomó varias semanas, al fin pude averiguar cómo se multiplican. ¡La risa! No puedo hacer nada que les parezca lo más remotamente gracioso, ni siquiera una pequeña mueca, porque entonces se unen en un colosal ataque de risa y - al final del mismo - unas cuantas alas más revolotean por la casa.
Cada amanecer me encuentra con más cansancio y con menos tolerancia. Temo llegar a aquel momento inevitable en que terminaré de perder la poca cordura que me queda y comenzaré a perseguirlas con un matamoscas o un zapato por todos los rincones donde me acechan. Hundida en el abismo de la locura y pegando salvajes alaridos, acabaré arrastrándome como alma en pena para alcanzarlas y destrozarlas.
Entonces, se van a reír de tal manera que en un rato serán doscientas, quinientas, dos mil... Poco a poco se desbordarán de la alacena, de los armarios, de los cajones. Ocuparán toda la casa y enseguida se irán desparramando fuera de las ventanas, inundando el barrio, la ciudad, el mundo... Solamente de imaginarlo, mi cara se deforma en una terrible mueca.
Compongo el rostro demasiado tarde. La ola de risitas ha comenzado.